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La campaña “#NarcoPresidente”

La campaña de #NarcoPresidente y #NarcoCandidata, que se ha instalado en redes sociales con particular fuerza, es una de las mayores bajezas en que ha incurrido la oposición, pero también una muestra diáfana de su desesperación.

 

Y es que, hasta ahora, han incapaces de instalar en la sociedad ninguna de sus narrativas en contra de López Obrador, salvo en ciertos círculos. No han logrado bajarlo en sus índices de aprobación, ni que remonte su candidata frente a la exitosa campaña de Claudia Sheinbaum.

 

La historia comenzó  el día 30 de enero, cuando en un ejemplo de nado sincronizado aparecieron en medios internacionales tres notas publicadas el mismo día (DW, ProPublica e Insight Crime) que ni aportaban pruebas ni descubrían nada.

 

Los reportajes –que al igual que el más reciente en The New York Times surgen de filtraciones de la DEA, motivada por una animadversión hacia el gobierno de AMLO- se basaron en testimonios de testigos protegidos e investigaciones que se cerraron por falta de pruebas.

 

A partir de entonces, la oposición inició una agresiva campaña en las redes para aprovecharse de un tema sensible para la gente, como es el clima de violencia en el país generado por el crimen organizado.

 

El hashtag NarcoPresidente no es algo que haya emergido espontáneamente entre internautas. Sería interesante investigar la enorme suma de dinero allí invertida.

 

Dos investigaciones, en particular –la del activista digital Julián Macías y la de Salvador Frausto, en Milenio– arrojan luz sobre la forma en que ha operado esta ofensiva. Los dos muestran la magnitud atípica de las conversaciones generadas en estas semanas.

 

Salvador Frausto estima que entre el 30 de enero y el 1 de febrero (cuando se publicaron los reportajes), 140 millones de conversaciones contra AMLO propiciaron el hashtag NarcoPresidente, con más de la mitad de las cuentas creadas en el extranjero: 29.4 % en Argentina, 14.4 % en España, 7.1 % en Colombia y sólo 42.9 % en México.

 

La muestra más evidente de la presencia de bots en esta campaña son los errores cometidos en la escritura de los propios hashtags empleados. De un universo de 10 millones de tweets, encontró Julián Macías, 500 mil tenían el mismo error de dedo en “#NarcoPresidentAMLO3”.

 

Lo mismo ocurrió con “#NarcoCandidataSheimbaum” (con una “m” en vez de una “n” en el apellido de la candidata), el cual tuvo cinco veces más tuits que el hashtag escrito correctamente. Es evidente, entonces, que el origen es un trollcenter, pues resulta improbable que tantos usuarios repitan el mismo error.

 

El reportaje de ProPublica, mostró Macías, se compartió 93 mil veces en Twitter, pero sólo cuatro mil en Facebook, mientras que el de Anabel Hernández en la DW, circuló más de 61 mil veces en Twitter y solo ocho mil en Facebook. Esto es totalmente atípico: lo normal es que estos materiales se compartan más en Facebook.

 

A tal punto se ha inflado la narrativa del “narcopresidente”, que en una semana hubo más de diez hashtags atacando a AMLO, a Morena, a Clara Brugada y a Sheinbaum, sumando más de 8 millones de tuits. De estos, al menos 80 % son artificiales.

 

Pocas cosas tan patéticas como una oposición que, en lugar de apostar a la construcción de una base propia de seguidores despliega una estrategia de apariencia para construir una narrativa falsa y calumniosa a partir de bots.

 

Se equivocan si piensan que así saldrán del marasmo en el que están.

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Tenemos que hablar de Rafael Guerra

La propuesta de reforma judicial presentada por el presidente López Obrador ha ignorado la dimensión local. La omisión es grave porque es allí donde la justicia es más deficiente en nuestro país y donde se presentan los casos más escandalosos de corrupción. Uno particularmente serio –que ha recibido escasa o nula atención– es el de la Ciudad de México.

En el índice de Estado de Derecho en México (2022-2023) del World Justice Project, la capital ocupa el último lugar por la calidad de su justicia penal civil, y figura como la entidad con el poder judicial más corrupto en todo el país.

Que esto ocurra en una ciudad tan importante para la inversión privada, nacional y extranjera; en una de las urbes de mayor conciencia crítica y donde gobierna la izquierda desde hace tantos años es algo que debiera preocupar a todos.

Imposible no apuntar hacia el presidente del Tribunal Superior de JusticiaRafael Guerra Álvarez, quien desde hace tiempo es señalado por encabezar una presunta red de jueces y magistrados sobre quienes tiene un control absoluto y directo y con los que administra, sin pudor ni recato, el negocio de la justicia en la Ciudad de México.

Según diversas fuentes, el magistrado Guerra heredó y ha reproducido el modus operandi de Edgar Elías, un auténtico mercenario del poder judicial que convirtió a la justicia en un auténtico mercado. Desde entonces, cualquier abogado sabe que en la capital del país las sentencias en las que se juegan las mayores sumas de dinero se compran y venden al mejor postor.

Sucesivos jefes de gobierno han encontrado en la cabeza del Tribunal –ayer en Elías, hoy en Guerra– un aliado privilegiado para ejercer un control político sobre el aparato judicial, y así sacar los asuntos que más les preocupan. Este arreglo –que lo mismo le resultó útil a Mancera, a Ebrard, a Sheinbaum y hoy a Batres— tiene una perversa contracara: si por un lado le ha permitido al Ejecutivo local llevar la fiesta en paz con los jueces, también los ha forzado, a ellos y a su partido, a mirar a otra parte ante los negocios que se operan desde la presidencia del Tribunal Superior de Justicia de la CdMx.

Según despachos de litigantes entrevistados para esta columna, desde que aterrizó en la presidencia del Poder Judicial local, en noviembre de 2018, Guerra ha fungido como la cabeza una presunta red de corrupción y tráfico de influencias –no demasiado diferente a la que en su momento impulsó Elías–, y de la que se ha beneficiado personalmente con total impunidad, particularmente por medio de unos 40 jueces y magistrados que se prestan a cualquier cosa que les pida.

Guerra es un hombre hábil. Sin una presencia física que imponga en modo alguno, ni gestos que hagan pensar en el poder que ha logrado acumular, ha sabido generar entre círculos del actual gobierno la falsa imagen de ser un jurista honesto y comprometido, incluso de ser leal a los valores de la 4T. En parte ha sido así gracias a que, tiempo atrás, supo ganarse una patente de corso al defender a López Obrador en el tema del desafuero.

Dentro de la influyente, codiciada (y muy corrupta) Unidad de Gestión Judicial 12 –donde se expiden numerosas órdenes de aprehensión a modo, cateo y técnicas de investigación–, las instrucciones de Guerra se siguen al pie de la letra. Quienes allí le obedecen sin chistar obtienen ascensos (como el ahora magistrado, Enrique Cedillo García), pero quienes desobedecen (como Agustín Moreno Gaspar o Joel de Jesús Garduño) son expulsados o enviados a otras adscripciones de menor relevancia.

Según reconocidos litigantes, el magistrado Guerra suele recurrir a Karen, su secretaria particular, o a Víctor Hugo González, un juez de control con licencia que funge como su asesor, para girar instrucciones a los jueces. Algunos le son particularmente leales, como es el caso de Héctor Fernando Rojas Pacheco, Sergio Acevedo Villafuerte y Júpiter López Ruiz, sobre quien ya existen múltiples versiones de abusos.

Sobran ejemplos de presuntos casos de corrupción en los que podría estar implicado el magistrado Guerra. En el libro “Traición en Palacio: El negocio de la justicia en la 4T”, fuentes de la cooperativa Cruz Azul narran con todo detalle cómo el día 9 de marzo de 2021, a las 9.30 de la mañana, en las oficinas del Tribunal Superior de Justicia en avenida Juárez, el magistrado Guerra, junto a uno de sus colaboradores más cercanos, recibió de manos de David Cohen, abogado de Billy Álvarez, 14 millones de pesos para frenar cualquier solicitud de aprehensión en contra de su cliente, cosa que finalmente no cumplió. En toda la trama legal de Cruz Azul, además, pueden observarse fallos de dudosa legalidad por parte de unos 10 jueces y magistrados al servicio de Guerra que no podrían explicarse sino por actos de corrupción.

Los negocios de Guerra y su red han empezado a llamar la atención del presidente López Obrador, desde que un periodista le planteó en una mañanera cómo el juez 18 civil de la CdMx, Marcial Enrique Terrón Pineda, en posible contubernio con algunos funcionarios de Pemex, podría estar también involucrado en un presunto desfalco a la paraestatal por más de mil 80 millones de pesos (¡el equivalente al presupuesto anual del Inai!) a una empresa ligada a Miguel Ángel Yunes; esto como parte de un pleito entre particulares.

Lo anterior ocurrió después de que el juez ordenó al Banco de Bienestar depositar esa suma en la cuenta de una de las empresas en litigio, con lo que desobedeció abiertamente las determinaciones de dos jueces federales. La decisión del juez 18, hay que decir, se llevó a cabo sin garantizar a las partes el derecho de audiencia, que él mismo les había reconocido previamente, luego de alterar sorpresivamente su propio criterio. Cuando el tema llegó a la mañanera, en diciembre, el propio presidente –que sabe que aquello que no suena lógico suena metálico– ordenó una investigación a la Consejería Jurídica.

La forma en la que operan Guerra y sus jueces no solo genera malestar entre los más diversos despachos jurídicos y hasta ministros de la Suprema Corte. El comportamiento del Poder Judicial de la Ciudad de México preocupa cada vez más a inversionistas nacionales y extranjeros que observan cómo unos simples jueces locales enrarecen los procesos judiciales, intervienen en asuntos federales, y cometen abusos inenarrables.

Guerra y sus hombres se sienten a tal punto impunes que incluso han operado en contra de empresas transnacionales como Google, a la que forzaron a pagarle a un jurista una demanda por usurpación de identidad por la exorbitante cantidad de 250 millones de dólares (unos 5 mil millones de pesos mexicanos) por daños morales y punitivos, como también consignó en “Traición en Palacio”.

Un asunto en el que la voracidad de Guerra y sus jueces ha repercutido internacionalmente es el de Advent International, un fondo estadounidense que administra unos 95 mil millones de dólares, y hoy está siendo perseguido en México por la venta de Gayosso. Tras una diferencia en la interpretación del contrato, el empresario que lo adquirió –al parecer para no pagar el precio pactado– recurrió a los favores del magistrado Guerra, y a través del inefable juez Júpiter López Ruiz crearon una falsa acusación de fraude (por cuatro veces superior al monto original de la operación) que derivó en seis órdenes de aprehensión en contra de varios directivos de Advent y una serie de embargos ilegales en contra de la compañía. Para ilustrar los extremos a los que es capaz de prestarse la red de Rafael Guerra, ¡uno de los altos ejecutivos a los que López Ruiz mandó detener es un ciudadano norteamericano que nunca ha pisado México!

Por lo demás, es conocido en los pasillos judiciales la influencia que sobre el magistrado Guerra ejerce el dueño de una de las televisoras más grandes del país, quien cotidianamente presenta acciones judiciales en contra de sus oponentes para intimidarlos o imponerles sus condiciones en cualquier asunto. El caso más notorio involucra un arbitraje internacional presentado en contra del Estado mexicano por una serie de fondos estadounidenses que demandaron violaciones al TLCAN por medidas cautelares otorgadas por uno de los jueces de Guerra que –aunque parezca insólito— les prohibió cobrar lo que se les debía. En otra disputa legal con la financiadora UNIFIN, el mismo grupo logró a través de Guerra dictar una serie de embargos y órdenes de aprehensión en contra de casi 20 miembros de su consejo de administración para de esa manera tratar de obtener un trato preferencial frente a los demás acreedores.

Guerra se siente y sabe impune. Está seguro de que el partido en el gobierno lo protegerá. Lo que tal vez no haya dimensionado son las consecuencias de sus actos fuera del país. Más ahora que el congreso de Estados Unidos ha aprobado una ley de prevención de extorsión por parte de funcionarios extranjeros (Foreign Extortion Prevention Act), que faculta a las autoridades estadounidenses a perseguir a funcionarios de gobiernos extranjeros –incluidos representantes del poder judicial– que hayan cometido actos de corrupción en perjuicio de ciudadanos o empresas estadounidenses.

Así las cosas, tal vez Guerra tenga que evitar vacacionar en los Estados Unidos. No sea que, mientras haga sus compras en efectivo, le apliquen un Cienfuegos.

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No es racista hablar del racismo

En México, el porcentaje de personas que se identifican como de tez clara apenas llega al 12 por ciento de la población. En las marchas anti-AMLO, sin embargo, ese sector está altamente sobrerrepresentado.

 

Evidentemente, eso no implica que todos los que se oponen a López Obrador sean blancos o que no haya muchas personas de tez morena entre los adversarios al gobierno actual.

 

Sin embargo, vale la pena revisar porqué en esas marchas encontramos a muchos más blancos que cualquier día al caminar por la calle, subirse al transporte público o entrar en una tienda de conveniencia.

 

Preguntarse las razones de la composición sociodemográfica del antiobradorismo más militante y activo no es racismo, como algunos han querido ver.

 

Es una pregunta pertinente en un país en el cual el privilegio suele tener un color, y nos obliga a reflexionar quiénes son los que se sienten más agraviados –y yo diría simbólicamente afectados– por las políticas de un gobierno que reivindica los intereses populares.

 

En varias ocasiones he recibido críticas por hablar de las desigualdades estructurales asociadas al tono de piel. El racismo es un tema a tal punto tabú que se llega a creer que simplemente quien habla sobre el asunto está siendo racista.

 

En la marcha del domingo pasado (oficialmente en defensa del “voto libre” y de la democracia), me acerqué a varios manifestantes a hacerles una simple pregunta, de no muy sencilla respuesta: ¿Por qué cree usted que en las marchas anti-AMLO vemos a más personas blancas que en las pro-AMLO?

 

Más de uno se incomodó y lo sintió como una provocación (los sondeos pueden verse en El Canal de Hernán por Youtube). Visiblemente alterados, algunos decían que la pregunta está fuera de lugar porque en esa marcha había gente “de todos los colores”. Sí, es verdad, pero la blanquitud estaba claramente sobrerrepresentada.

 

Formular interrogantes como esta, no es ser racista, como lo llegaron a sugerir en público y privado algunos conocidos míos, y varios desconocidos. Lo racista, en todo caso, es el tipo de respuesta que me dieron algunos marchistas.

 

En una entrevista que ya tiene más de 3 millones de visitas en TikTok, dos señoras contestan que en las marchas anti-AMLO hay más blancos “porque hay más información”, “porque tenemos mejor educación” y porque “sabemos qué es lo bueno”.

 

Lo que resulta más preocupante no solo es que haya marchistas que piensen así, y sean incapaces de advertir su propio sesgo racista. También lo es que voces de la intelectualidad, con espacio en los medios, minimicen o justifiquen ese tipo de posturas.

 

Un ejemplo es José Antonio Crespo, que así defendió en un tuit a las señoras: “Por razones históricas, los criollos o cercanos han tenido más acceso a la información y educación. Y eso se traduce en más politización. Eso aún no ha sido superado. Leer historia ayuda”.

 

Como era de esperarse, un grupo de privilegiados han salido a decir, una vez más, que desde el obradorismo –que ha tenido la virtud de introducir en el debate público el racismo y el clasismo de nuestra sociedad– se busca promover una suerte de “discriminación a la inversa”. Nada más absurdo.

 

Insisto una vez más: no existe el racismo ni la discriminación “al revés”. Los pájaros no le disparan a las escopetas. El cuento del racismo a la inversa es una invención de las élites blancas, producto de su ignorancia –aunque algunos crean que les sobra educación— y su hipersensibilidad cada vez que se habla de un tema que les incomoda.

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Claudia podría gobernar mejor que AMLO

Aunque Claudia Sheinbaum no tiene el liderazgo ni el arrastre popular de AMLO, hay elementos que hacen pensar que podría ser mejor gobernante, especialmente si es capaz de diseñar y ejecutar mejores programas y políticas públicas.

 

En los diálogos para elaborar el plan de gobierno, que encabeza Juan Ramón de la Fuente, se cocina algo interesante.

 

No solo se están escuchando muchas voces –incluso algunas descontentas con las que se busca tender puentes–, sino que podrían surgir diagnósticos más serios de los problemas del país, con mejores propuestas de solución.

 

Entre los cercanos a Sheinbaum hay claridad de que en ciertas áreas –como la seguridad, la justicia, la ciencia y la salud—esta administración no ha logrado los resultados deseados y hacen falta respuestas más certeras.

 

Hay otros ámbitos en las cuales podríamos ver giros interesantes en el discurso y en el programa de la 4T, como son la energía, el medio ambiente, el agua y, el más importante de todos: la salud.

 

En esas cuatro áreas se estarían incorporando saberes técnicos de autoridades en sus respectivas materias, como no necesariamente se hizo en esta administración.

 

Hablemos de la salud: La ex jefa de gobierno de la Ciudad de México parece haber entendido que en este terreno están algunas de las mayores “áreas de oportunidad”. La apuesta es por una reorganización general del sistema, donde se privilegien perfiles científicos serios, más que aquellos que buscan jugar a la política.

 

En esa lógica, no tienen cabida personajes como Juan Ferrer –quien llegó a ocuparse del INSABI por su relación personal con el presidente, sin conocer mayormente del tema–, pero tampoco un sujeto como Hugo López Gatell, con quien Sheinbaum tuvo fricciones en el pasado.

 

Por su incursión en la política, el subsecretario terminó por perder autoridad como médico y hoy no está firme ni en un terreno ni en el otro. En las reuniones más recientes ha sido claro que son otros los personajes que se están posicionando, y a quienes la futura presidenta escucha y respeta.

 

Destaca, en primer orden, una eminencia de la medicina como es el doctor David Kershenobich, quien además de ser un médico prestigiado y respetable en su especialidad, “es ajeno a las grillas”, “no hace de la salud demagogia” y “tiene ideas rectificadoras”, como le escuché decir a distintos colaboradores de Sheinbaum.

 

Según anticiparon a esta columna algunos de los involucrados en los diálogos, en la agenda sanitaria podríamos ver una completa reorganización del sistema de salud. La apuesta por alcanzar la cobertura universal descansaría particularmente en el IMSS, que ya no sería una institución volcada únicamente a atender trabajadores formales.

 

Muy probablemente, en esa institución Zoé Robledo –un funcionario eficiente en quien Sheinbaum confía—estaría repitiendo en el cargo, mientras que la Secretaría de Salud redefiniría sus funciones para convertirse en una institución fundamentalmente normativa.

 

Una de las grandes apuestas de Kershenobich es reducir la improvisación y el voluntarismo en el ámbito de la salud, apostar a la planeación, e invertir mucho más en atención primaria, a sabiendas de que es mucho menos costoso prevenir enfermedades que atenderlas.

 

Se trata, además, de evitar el personalismo, para darle sentido, vigencia y capacidad de conducción al Consejo Nacional de Salubridad, una instancia cuya existencia ha venido siendo ignorada.

 

Se auguran cambios positivos, pronto los conoceremos.

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La reforma judicial: Oportunidad perdida

Para un gobierno como el de la 4T, que se plantea la separación del poder económico del poder político, es fundamental contar con un sistema de justicia independiente de los grupos económicos y de interés, pero también de la política partidista.

El hecho de que jueces, magistrados y ministros de la Corte lleguen a sus puestos por voto popular —como propone la iniciativa presidencial presentada el 5 de febrero— no ayudaría a resolver estos y otros problemas de nuestro sistema de justicia.

Ni la lentitud de los procesos, ni la ineficacia, ni el nepotismo ni la corrupción necesariamente se solucionarían por la vía del voto universal de los jueces. Mucho menos serviría para evitar la injerencia de políticos y grupos económicos que en nuestro país han sido parte del negocio de la justicia.

El que para ser magistrado o ministro de la Corte sea necesario hacer una campaña electoral (en lugar de ascender a través de una carrera judicial basada en el mérito y la trayectoria, como debiera ser) obligaría a los aspirantes a conseguir el apoyo de ciertos políticos y amarrar financiamientos de intereses inconfesables. ¿Acaso no llegarían esos jueces a pagar favores, más que a impartir justicia?

El Presidente de la República sabe que esa reforma no va a pasar. Sospecho que ni él está convencido. La propuesta pareciera una jugada más para provocar a sus adversarios y a polarizar en tiempos de campaña. Es una pena que sea así porque nuestro sistema de justicia merece una reforma a fondo y en serio.

La gran omisión es olvidarse de la justicia local, la más cercana a la gente y también la más deficiente. Un gobierno que se dice de izquierda no puede olvidar el hecho de que, en nuestro México, el acceso a la justicia está prácticamente vedado para el pueblo llano y “no puede haber justicia social sin justicia a secas”.

Hay en la iniciativa presidencial un planteamiento correcto: separar el Consejo de la Judicatura de la Suprema Corte. Desde la creación del primero como órgano de administración y vigilancia de las acciones de los jueces, el CJF ha estado presidido al presidente de la Suprema Corte, y subordinado a ella.

Como bien señala la iniciativa, eso “alienta la opacidad y la complicidad entre sus miembros por tratarse de una institución que actúa como juez y parte, e incluso por consigna”. En esa lógica, el presidente de la Corte tiene un amplio poder para nombrar, remover o mandar línea sobre los jueces.

Todo eso es tan cierto como el hecho de que, cuando Arturo Zaldívar presidía la Suprema Corte esto no pareció ser un problema, menos para él.

Hoy se plantea sustituir el Consejo de la Judicatura por un consejo de administración y un Tribunal de Disciplina Judicial.

Bienvenido esto último si de lo que se trata es tener un mecanismo para revisar con lupa la actuación de los jueces y poder realmente sancionar conductas de corrupción.

Mal augurio, sin embargo, si de lo que se trata es de contar con un instrumento de presión política para que los jueces se subordinen a intereses partidistas. Esto podría ocurrir si al organismo se le dieran facultades para sancionar a los jueces que incurran en “actos u omisiones contrarias al interés público”, como se propone.

Hay líneas rojas que no deben cruzarse, especialmente porque el diseño institucional que hoy se impulse para asegurar una agenda transformadora, mañana podría ser empleado por los adversarios para promover una agenda regresiva y conservadora.

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Lo bueno y lo malo en las reformas de AMLO

La prensa ha interpretado el anuncio de las 18 reformas constitucionales (y dos legales) del presidente López Obrador como un cálculo electoral.

Ciertamente, hay un juego político de cara a la elección de este año, donde el presidente será un actor central hasta el último día de su mandato. La reforma al sistema de pensiones —donde se propone algo tan inviable como el que los trabajadores se retiren con el 100% de su salario— es solo una de las iniciativas que se inscriben en ese sentido. Aun así, el paquete propuesto por AMLO debe leerse al menos en tres niveles:

1. El primero y más importante —que poco anticiparon los medios— tiene que ver con blindar su legado y evitar retrocesos en futuros gobiernos. Buena parte de las reformas presentadas buscan llevar a la Constitución los principales avances de su gobierno en materia social para que estos sean considerados como derechos.

Así, por ejemplo, si ya era un derecho universal la pensión para adultos mayores (plasmado en el artículo cuarto por una reforma propuesta por esta administración), ahora también lo serán las becas Benito Juárez a estudiantes de escasos recursos, y el sentido de programas como Sembrando Vida, Jóvenes Construyendo el Futuro o Producción para el Bienestar

Incluso en materia de salario mínimo —donde este gobierno ha desplegado una política de aumentos significativos para recuperar su valor real— ahora se plantea algo bastante sensato, e incluso justo: la prohibición de fijarlo por debajo de la inflación. De esta manera, se evitaría que el salario mínimo vuelva a perder poder adquisitivo, como lo hizo durante cuarenta años.

En otro orden, si a golpe de decretos se prohibió el maíz transgénico, y establecieron medidas de austeridad, ahora todo esto tendrá fuerza de ley, en este último caso a través de una Ley General aplicable a todos los poderes y autoridades del Estado.

Incluso si este gobierno, como política, dejó de otorgar concesiones para la minería a cielo abierto, ahora se avanza en su prohibición, junto con otra práctica igualmente dañina al medio ambiente como es el fracking. Todo esto es digno de celebrarse.

Menos alentador es que López Obrador haya incluido dos reformas que refuerzan el decadente enfoque prohibicionista de las drogas, como es la prohibición del consumo de fentanilo y la venta de vapeadores.

2. El segundo nivel de su paquete de reformas tiene que ver con revivir batallas del presidente con otros poderes y órganos del Estado, algunas con razón, otras por mera obcecación.

Para bien, AMLO reflota asuntos que ya habían estado en la agenda y que lamentablemente el Congreso rechazó, como el insistir en reducir el financiamiento a los partidos políticos a la mitad, o adelgazar las estructuras burocráticas de las instituciones electorales, cosa que debe hacerse, pero con cuidado.

Para mal, se reviven algunas batallas hasta ahora perdidas, como la adscripción de la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa Nacional, y se plantea —a rajatabla y con un simplismo que impide una discusión racional— la desaparición de 18 órganos autónomos, incluidos algunos relevantes y socialmente útiles como el Coneval, que dista de ser institución “neoliberal”.

Surgen dentro de las propuestas, también, algunas que parecen emanar de la necedad presidencial, como la desaparición de los plurinominales, y otras probablemente demagógicas, como la elección popular de ministros, magistrados, jueces y hasta consejeros del INE.

Por último, hay un tercer nivel en las iniciativas del presidente que podría leerse como un reconocimiento implícito —silencioso quizás— de lo que debió hacerse y no se hizo.

Un ejemplo de ello es la reforma del poder judicial. Si bien hay elementos de la propuesta difíciles de compartir, al menos uno debió ser parte de la reforma que Arturo Zaldívar no entregó en su momento, porque no quería renunciar a su propio poder. Tal es el caso de la separación de la presidencia de la Corte y del Consejo de la Judicatura, que hoy recae en una sola persona.

En esa línea, la sustitución del Consejo de la Judicatura Federal por un órgano de administración judicial y un Tribunal de Disciplina Judicial, independiente de la Corte, podría permitir —si se encauza adecuadamente— desplegar una estrategia para limpiar de corrupción nuestro putrefacto Poder Judicial. Sobre esto escribiré próximamente.

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Sandra Cuevas: la caricatura del despotismo

En dos años de administración, la alcaldesa Sandra Cuevas –un personaje acomplejado, con síndromes de grandeza– se ha convertido en la caricatura de una gobernante déspota, y no precisamente ilustrada: en una pequeña dictadora que agrede por igual a ciudadanos de a pie y adultos mayores, como a restauranteros y comerciantes, al imponer una autoridad caprichosa más allá de toda ley.

Afanosa por ser reconocida y erigirse en el centro de todas las miradas, a Cuevas ya no le importa hacer el ridículo. Sabe incluso que ni sus padrinos políticos ni los partidos que la postularon le guardan mayor respeto. Hoy lo único que busca –cual Paulina Rubio– es que hablen de ella, aunque sea mal, pero que hablen.

Lo suyo es la frivolidad del poder en su versión más pintoresca, estrafalaria y patética. Su sello distintivo es el poder como vehículo para la prepotencia y como vía para ascender en la escala social.

A decir verdad, la conducta de Sandra Cuevas no pasaría de una nota de color si no fuera porque gobierna uno de los municipios más importantes del país, donde se ubican la mayor parte de las oficinas federales y del gobierno capitalino, además de una demarcación muy importante en términos económicos.

Casi en una misma semana, Cuevas protagonizó dos nuevos escándalos mediáticos: uno de ellos, cuando ordenó a su personal propinarle una golpiza a un ciudadano que supuestamente la insultó en la vía pública, hecho que ella misma reconoció en una conferencia de prensa. Cuevas justificó esa acción con el argumento de que el sujeto la había amenazado, y en retaliación su gente le dio tan solo “unos zapes” (Si su proceder fue correcto, ¿por qué entonces tuvo que destituir a dos funcionarios?).

El otro escándalo –no tan visible pero no menos grave– tuvo lugar cuando la alcaldesa decidió cerrar el restaurante Mendl Delicatessen, en la colonia Condesa, a pesar de tener sus papeles en regla, mientras grupos de golpeadores le propinaban puntapiés y empujones al dueño del lugar y a su esposa, quienes con toda razón alegaban frente a un acto arbitrario.

Esta no ha sido ni la primera ni la última acción de ese tipo. Varios restauranteros de la demarcación –temerosos de presentar denuncias por miedo a las represalias– narraron a esta columna casos igual o peores, muchos de ellos vinculados a la colocación de pérgolas que han fueron autorizadas por el gobierno de la Ciudad y, a pesar de estar vigentes, ella combate como parte de su “Operativo Diamante”.

El modus operandi es más o menos este: De forma por demás discrecional, Cuevas se presenta en restaurantes y otros establecimientos de la Cuauhtémoc, a cualquier hora, con

golpeadores, los cuales en muchos casos no son siquiera funcionarios públicos, y cubren sus rostros para intimidar y violentar a la manera de los grupos de choque fascistas.

Un restaurantero explicó cómo, a pesar de tener vigente el permiso que le otorgó la Secretaría de Economía capitalina, para prevenirse frente a las acciones de Cuevas solicitó un escrito a la alcaldía donde le certificaron que cumplía con las especificaciones necesarias para tener instalada su pérgola y prevenir que en una inspección pudiera verse afectado. De nada sirvió: dos semanas después Cuevas y sus hombres se presentaron, motosierra en mano, a destruir lo que el hombre había instalado con su propio esfuerzo.

Cuando el afectado le mostró a la alcaldesa el papel que le habían entregado en las oficinas de la demarcación, Cuevas le contestó (a la manera de Luis XIV, región 4): “no me importa lo que te hayan dicho en la Alcaldía o qué documento te hayan dado, en Cuauhtémoc la que manda soy yo”. Acto seguido, destruyeron y se llevaron la estructura de madera que el empresario había colocado y era parte de su patrimonio.

En cualquier caso, si lo que la alcaldesa busca es “recuperar el espacio público”, no es claro porqué decide quitar algunas pérgolas y otras no. Es probable que esta sospechosa forma de actuar esté asociada a algún esquema de corrupción y extorsión que debiera investigarse a fondo, junto con la presencia de grupos parapoliciales cuya actuación resulta por demás inadmisible.

En clara contravención a la legislación, además, la Alcaldía no suele notificar previamente a los establecimientos mercantiles, ni tampoco justifica sus acciones, al efectuar clausuras o establecer sanciones. En lugar de explicar a los afectados qué normas están infringiendo, simplemente se presenta, intimida, destruye, e incluso roba el patrimonio de los restauranteros.

Este es solo un ejemplo del comportamiento delictivo de la alcaldesa. Sorprende que hasta ahora, pese a su larga lista de ilegalidades, prácticamente no ha habido sanciones a su conducta.

En cualquier país civilizado, un gobernante que se hace rodear de golpeadores con los rostros cubiertos y ordena agredir en la vía pública a los ciudadanos tendría que ser procesada y separada de su cargo. En México, por lo visto, tenemos otros usos y costumbres.

Por mucho tiempo, la justicia ha sido utilizada con criterios políticos. Por ello, frente a acciones como la de Sandra Cuevas el Estado no tiene la fuerza ni la credibilidad necesarias para actuar, mientras a las instancias competentes les tiembla el pulso. Y en buena medida es así porque los agresores siempre podrán decir que están siendo objeto de una “persecución política”.

Y claro, no faltará el quien se los crea.

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¿Qué sigue para la 4T? ¿El poder por el poder?

El impulso transformador que marcó a la llamada Cuarta Transformación durante el primer trienio del gobierno de López Obrador –cuando se dieron los cambios más relevantes— ha perdido la fuerza de otros tiempos.

La narrativa de cambio parece haber dado de sí, tanto como el entusiasmo que generaba entre las generaciones jóvenes que en 2018 se sumaron a la campaña de forma desinteresada.

¿Cuál es hoy la gran causa, la gran promesa de la 4T?

No veo en el horizonte mejor opción que votar por Claudia Sheinbaum (y evidentemente por Clara Brugada en la Ciudad de México). Hacerlo garantizará, entre otras cosas, mantener una dimensión social y seguir reduciendo la pobreza.

Pero, ¿por qué debemos darles una mayoría de dos tercios en el Congreso, como buscan? ¿Sabrán usar bien esa mayoría?

La pregunta irritará a más de un cuatroteísta religioso, pero vale la pena hacerla. De hecho, a partir de ahora la responsabilidad de Morena y los claudistas consiste en persuadirnos con buenos argumentos sobre la necesidad de alcanzar esa ansiada mayoría.

¿Por qué habríamos de votar todo Morena, incluidos sus aliados incómodos y chapulines saltarines?

¿Para elegir a magistrados y ministros y de la Corte por voto directo, cuando sabemos que eso no cambiará nuestro putrefacto sistema de justicia ni erradicaría la corrupción de los jueces?

¿Para trasladar la Guardia Nacional a las Fuerzas Armadas, cuando su presencia no ha logrado solucionar la crisis de inseguridad en la que estamos ni necesariamente lo hará?

¿Para reformar un sistema electoral que, mal que bien, funciona y no es el principal problema del país? ¿Para acabar con los organismos autónomos? ¿En qué cambiaría eso nuestras vidas?

Si estas son sus causas y proyecto de país, dudo que la idea de entregarle todo el poder a Morena convoque un entusiasmo desbordante.

¿Qué más queda del discurso actual? ¿Garantizar aumentos del salario mínimo por encima de la inflación? De acuerdo, pero no es la gran cosa después de lo que ya se ha hecho en la materia. ¿Reformar el sistema de pensiones? Bien, pero el planteamiento al menos debiera ser asequible y realista.

Ciertamente, cada vez es más urgente que Claudia Sheinbaum adopte una narrativa que convoque, emocione, movilice. Es cierto, todavía no empezó formalmente la campaña y este no es el momento para hacer propuestas; el programa de gobierno todavía se está elaborando.

Pero no nos escudemos en formalismos. Hace falta un discurso más potente para llegar al corazón. Este no puede ser simplemente la continuidad, por el simple hecho de que el proyecto obradorista ya agotó su faceta más transformadora. De momento, no se logra divisar un programa ambicioso ni una causa que vaya más allá de la personalidad de Andrés Manuel.

La actual clase gobernante debe ser capaz de explicar por qué y para qué quiere mantenerse allí. ¿Se trata de conservar el poder por el poder mismo? En el caso de algunos personajes que gravitan en la órbita de la 4T, de escasos principios y mucha ambición, seguramente es así. En otros casos, que ciertamente los hay, falta una mejor argumentación, no simples consignas.

La receta del pragmatismo radical que hoy practica la dirigencia morenista —dominada por el mantra de ganar el país por dos tercios— sería mucho más fácil de digerir para quienes nos consideramos de izquierda si las respuestas fueran más convincentes, si el sentido final fuera más claro.

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Sanjuana y su mundo paralelo

Sorprende la credibilidad que algunos comentócratas, periodistas y opositores le han dado al testimonio de Sanjuana Martínez, quien la semana pasada acusó de un presunto moche del 20% de las liquidaciones de Notimex que le habría solicitado a ella el secretario del Trabajo, Marath Bolaños, para la campaña de Claudia Sheinbaum.

En su afán por manchar a la 4T como sea, esas voces han replicado y dado crédito a la versión de la exdirectora de la agencia mexicana de noticias —y principal responsable de su extinción—, cuando es de sobra conocido que se trata de una persona con un largo historial de mentiras difamación.

El testimonio de Martínez —publicado en La Jornada en dos partes— no sólo deja entrever la irracionalidad de su proceder, sino también su profunda molestia frente a los montos de las liquidaciones que se han entregado en estos días, por no beneficiarla a ella y a su gente como hubieran querido.

Además, su versión de lo ocurrido en Notimex durante estos años exhibe un absoluto desinterés y desconocimiento del derecho laboral. En la realidad paralela que habita Sanjuana, la Secretaría del Trabajo no debió darle la toma de nota a Adriana Urrea, la líder sindical electa por los trabajadores luego de la salida de Conrado García, pese a que ello hubiera implicado una violación abierta a la libertad sindical.

Según he podido reconstruir, desde un principio Sanjuana empezó a tomar decisiones erráticas en el sindicato, como el negarse a otorgar incrementos salariales a los trabajadores, incluso el que la Secretaría de Hacienda determinó para 2019, y de forma unilateral dejó de cumplir con cláusulas que estaban expresamente detalladas en el Contrato Colectivo de Trabajo.

Poco tiempo después, en su guerra para “extirpar la corrupción de Notimex”, Martínez decidió despedir de forma injustificada a una serie de trabajadores, empleando mecanismos de muy dudosa legalidad. Cuando altos funcionarios del gobierno le hicieron saber el tipo de irregularidades en que incurría, Sanjuana los desoyó y prefirió continuar en su obcecada ruta, como quien persigue una misión divina.

Evidentemente, este tipo de conductas llevaron a un emplazamiento a huelga. Y aunque la Junta de Conciliación Arbitraje declaró su existencia, Sanjuana decidió seguir operando en una sede alterna con un grupo de trabajadores de confianza. Cualquiera que haya hecho un curso de derecho laboral a nivel preparatoria, sabe que huelga significa suspensión de labores. En el mundo paralelo de Sanjuana, sin embargo, no parece ser así.

En cualquier caso, Sanjuana solo aceptó acatar la huelga meses después, obligada por su propia Junta de Gobierno, aunque —en otra acción indebida— ella y 64 trabajadores continuaron cobrando.

Finalmente, a inicios de 2023, después de un infructuoso periodo en el que se trató de conciliar en mesas en Gobernación a las que Sanjuana hizo el vacío, el presidente decidió extinguir Notimex (error: la decisión más acertada debió haber sido extinguir a su directora, no acabar con la agencia).

En el decreto en el que se deroga la ley de creación de Notimex se establece claramente que el personal sería liquidado conforme a lo establecido por la Ley Federal del Trabajo y, para el caso del personal sindicalizado, se haría un pago integral conforme al Contrato Colectivo.

En la realidad paralela de Sanjuana, los montos de las liquidaciones han sido discrecionales políticamente orientados. Sin embargo, las autoridades no tenían mayor margen que cumplir con lo establecido en la legislación y el contrato vigente, lo que evidentemente incluye dar a los trabajadores —que no cobraron durante estos años— sus salarios caídos.

En ese proceso, Sanjuana recurrió a las cuentas alegres propias de su mente fantasiosa para solicitar una cantidad muy superior a la que le correspondía a ella y a su grupo de confianza, pese a que a ellos no les tocaba recibir salarios caídos. Debe haberle molestado que ni a ella ni a su grupo les tocó la suma solicitada.

De ahí surge entonces la acusación de Sanjuana de que, en el proceso de liquidación de la agencia, el actual secretario del Trabajo le condicionó el pago de la liquidación de los trabajadores a la entrega de un 20% a la campaña de Claudia Sheinbaum.

De ese malestar viene también, probablemente, la afirmación de que Arturo Alcalde (padre de la exsecretaria del Trabajo y hoy titular de la Segob) asesoraba legalmente al sindicato de Notimex, cuando esto es falso según la representación de los abogados que se acredita en los propios expedientes y conforme lo declaró a esta columna el propio Alcalde.

Evidentemente, los actos de corrupción no se registran en notarías, como asegura Sanjuana, pero tampoco pueden ser tomados en serio cuando son lanzados por gente sin credibilidad.

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El uso político del plagio

En víspera de la votación para ratificar a la ahora exfiscal Ernestina GodoyGuillermo Sheridan dio a conocer una vez más una de esas investigaciones de plagio que se han convertido en armas para la disputa política, ahora especialmente contra la 4T.

Aunque la intencionalidad política con la que apareció la nota en el portal Latinus es evidente, hay que reconocer que las evidencias aportadas son contundentes.

El tema se olvidó rápidamente porque Godoy quedó descartada para continuar como fiscal, pero también porque las revelaciones de plagio cometidos por funcionarios públicos —desde Peña Niego hasta Xóchitl Gálvez, pasando por Yasmín Esquivel y ahora Ernestina— son cada vez más recurrentes gracias a los instrumentos tecnológicos.

Los políticos no suelen reaccionar bien cuando se enfrentan revelaciones de este tipo. Ernestina lo negó rotundamente, e incluso amenazó con una denuncia por daño moral (error); Xóchitl Gálvez dio una serie de maromas hasta finalmente aceptar que la había “pendejeado” y Esquivel recurrió a los tribunales para evitar que la UNAM hable de su caso.

Si el honor y la palabra tuvieran en México el peso y el valor que tienen en otras naciones —donde los políticos renuncian a sus puestos por casos de este tipo— no sería tan sencillo salir a “negar categóricamente” lo que categóricamente está evidenciando una investigación. Al menos sería necesario aportar pruebas.

Con todo, la cantidad de plagios que se han dado a conocer en los últimos años –y que seguramente seguirán apareciendo—nos obliga a un ejercicio mínimo de honestidad intelectual: ¿Acaso solamente los políticos cometen plagio en sus trabajos de titulación? ¿Acaso no hay más plagio en las tesis de los funcionarios públicos que en las de cualquier otro estudiante de nuestras universidades?

Si en lugar de buscar solamente disparar contra los políticos plagiarios nos preocupáramos por revisar nuestro sistema educativo, tendríamos que empezar a documentar cómo el plagio ha sido una práctica hiper recurrente. Lo ha sido porque en nuestras universidades no se hace mayor énfasis en el asunto. Porque la tesis suele ser vista por muchos como un trámite que hay que sacarse de encima cuanto antes y como sea. Por la falta de rigor en nuestras instituciones educativas.

Rara vez se genera conciencia entre el alumnado de que, en el mundo académico, hacer pasar como propia la idea de otro es equivalente a cometer un robo. Aunque parezca mentira, muchas veces ni se les explica a los estudiantes cómo citar adecuadamente. Al menos hasta hace poco, esas habilidades solo llegaban a enseñarse bien en el posgrado.

Hemos sido increíblemente laxos en lo que se refiere al plagio. Puedo contar, por ejemplo, como siendo profesor en una universidad privada, enfrenté enormes resistencias cuando busqué sancionar a dos alumnas que habían copiado por completo la totalidad de unos ensayos que sacaron de una página web. Recuerdo incluso que algún profesor salió a defenderlas, alegando no ser un caso “tan grave”.

Si los especialistas en investigar casos de plagio tomaran al azar 100 tesis de licenciatura del mismo año en que se titularon Ernestina Godoy, Yazmín Esquivel o Xóchitl Gálvez seguramente encontrarían que mucho más de la mitad incurrieron en plagio.

Pero claro, siempre será más rentable mediáticamente escoger casos escandalosos, políticamente orientados, que revelar las deficiencias de nuestro sistema educativo.