La oficina de le magistrade Ociel Bahena en el Tribunal Electoral de Aguascalientes era un espacio colorido, llena de abanicos rosas y objetos arcoíris.
La tarde del 3 de agosto pasado, en que conversamos, Ociel portaba un saco y una camisa formal, una falda con tacones y la boca pintada de rosa. Su actitud, como siempre, era orgullosa y digna.
Nunca antes una persona no binaria –como se denominan aquéllas que no se identifican como hombres ni como mujeres– había sido magistrade dentro del muy conservador Poder Judicial de la Federación. Ni en México ni en América Latina. Uno podía sentir que estaba con un personaje relevante, que haría historia.
Entre los objetos de su oficina, un tacón dorado que me llamó la atención. “Este objeto me trae un muy mal recuerdo”, relató. Era el tacón que le magistrade portaba el día del homicidio de Ulises, un compañero activista al que le habían arrebatado la vida semanas atrás. Ociel tuvo que quitárselo para poder correr cuando le dieron la noticia.
El 15 de julio aquel activista LGBTIQ+, relató Ociel para las cámaras, fue víctima de dos asesinos que vaciaron sus armas y le quitaron la vida.
Después de eso, me contó le magistrade, “empecé a recibir mensajes y amenazas de muerte…”. Ahí estaban. Me las mostró, las vi. Una de ellas, enviada a través de interpósita persona, decía: “Estoy preparando el asesinato del magistrado, dejen de estar haciendo sus joterías”.
Ociel concluyó la charla con una reflexión: “Esto se está recrudeciendo cada vez más. Incomodamos, lamentablemente. Lejos de pensar que nuestra presencia se va a normalizar, lo que está generando es más odio”.
Tal cual.
¿De verdad la Fiscalía General de Aguascalientes nos cree tan ingenuos para creernos esa vulgar y trillada versión que atribuye lo ocurrido a un “crimen pasional”?
Ninguna fiscalía que se respete sale, a escasas cinco horas de encontrar dos cuerpos, a dar declaraciones y entrevistas, como lo hizo Jesús Figueroa Ortega, fiscal de Aguascalientes, sin considerar otras líneas de investigación tan importantes como una muerte violenta, cosa que debe hacer, especialmente, cuando se trata de un grupo en situación de vulnerabilidad. Así lo plantean múltiples protocolos e instrumentos internacionales.
Ninguna fiscalía que se respete permite que se divulguen imágenes de la escena del crimen, como si la vida de las víctimas y el dolor de sus familias no importara.
Por lo demás, el supuesto móvil del crimen es bastante inverosímil. Con el supuesto “crimen pasional”, una vez más se pretende caracterizar a las personas LGBTIQ+ como seres desequilibrados, con un estilo de vida caótico, desordenado e irracional que, en sus arrebatos, atentan incluso contra la vida de los seres que aman.
En el extremo del prejuicio y el absurdo se argumenta que, “bajo la influencia de las drogas”, Daniel le habría cortado la yugular a su pareja de cinco años, con una navaja de rasurar. La droga que se le encontró en la sangre –valga mencionar–, era metanfetamina, la cual está lejos de propiciar una conducta violenta.
Parecía que los tiempos del odio y el estigma estaban quedando atrás, pero la historia se repite. La narrativa del crimen pasional –y la forma en que algunos medios de comunicación la han comprado y difundido a mansalva– es una mentira y una vergüenza nacional.