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Desde el obradorismo crítico

Mi obradorismo nació de la razón, no del fanatismo ciego o de un interés personal.

El movimiento que fundó López Obrador –el mayor líder social y político desde Lázaro Cárdenas— no solo requiere de cuadros militantes aguerridos, también del discernimiento crítico. Tener reservas ante una reforma que considero peligrosa –como es la judicial– no es “dar el gibranazo”, volverse calderonista o convertirse en Denise Dresser.

Para mí, el gobierno que termina tiene una trascendencia extraordinaria, por los cambios que en el plano simbólico y en la realidad tangible tuvieron lugar durante estos años. Porque AMLO, con su voluntad de hierro, logró romper las inercias de la política tradicional y ampliar los límites de lo que creíamos posible.

López Obrador dignificó a los abajo como pocos y colocó a los pobres en el centro. Aunque poco se logró en salud y educación, durante su gobierno los programas sociales se convirtieron en derechos, los ninis pasaron a ser jóvenes construyendo el futuro, más de 9 millones de personas salieron de la pobreza, el salario mínimo se duplicó en términos reales, el desempleo de los trabajadores formales se llevó a uno de sus mínimos históricos, se invirtió en el rezagado Sureste como nunca antes y vimos una reducción sin precedentes de la desigualdad en la distribución del ingreso (no en la riqueza). El presidente, además, reeducó a los de arriba en la idea, no meramente retórica, de que “por el bien de todos, primero los pobres”.

Su agenda de austeridad republicana vino a modificar toda una cultura de excesos en el poder público. A partir de ahora, no será tan sencillo para los funcionarios públicos ostentarse como faraones, ni acceder descaradamente a la función pública para volverse ricos, pese a que algunos sí lo hicieron en este sexenio.

Allí donde era necesario, AMLO supo ser pragmático, al conservar la estabilidad macroeconómica y mantener funcional la relación con Estados Unidos en uno de los momentos más difíciles para la relación bilateral.

AMLO hizo un profundo y necesario cuestionamiento a nuestra democracia realmente existente, esa que atinadamente caracterizó como “una oligarquía disfrazada de democracia”, donde la élite política gobernaba para un 30% e ignoraba la existencia del 70% restante. Lo que hoy tenemos se acerca más a un gobierno de las mayorías, para las mayorías.

Sin embargo, el último paquete de reformas políticas despierta dudas sobre la disposición del obradorismo para autocontenerse y someterse a un conjunto de contrapesos legales que también son necesarios en esa república democrática en la que muchos queremos vivir.

Aparentemente, hacia el final de su mandato, AMLO se convenció de que la capacidad de la 4T para seguir transformando el país depende de concentrar poder y encuadrar al poder judicial, incurriendo una vez más en el vicio de cierta izquierda que no logra conciliar justicia social con democracia.

¿Significa eso que ya se ha establecido aquí una “autocracia constitucional” o un régimen autoritario? No. Mucho dependerá de la forma en que se implemente la reforma. Aún así, es válido expresar dudas sobre si es que podríamos estar avanzando en esa dirección. Ojalá que Claudia Sheinbaum no lo permita.

Nota: La próxima semana estaré despidiéndome de las páginas de El Universal, al que le agradezco el espacio de libertad que me brindó todos estos años. Seguiré expresando una postura desde la simpatía crítica donde la nueva realidad lo permita.

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La sonrisa de AMLO

La sonrisa de Anaya se desdibuja y se convierte en una mueca de agonía. Mientras tanto, Andrés Manuel ha sido capaz de transformar el miedo, la paranoia y la angustia en alegría. El tabasqueño ahora sonríe con una intensidad nunca antes vista. Votaré por él porque, a pesar de sus defectos, sus cualidades responden a varias necesidades del momento. Estas son algunas de ellas:

1. Es monotemático hasta la náusea en el combate a la corrupción. Ha mostrado ser honesto y vivir de forma austera, al menos mucho más que el resto de la clase política. Su estrategia para luchar contra la corrupción puede parecer simplista para algunos —seguramente habrá que afinarla y detallarla mucho más—, pero no hay duda sobre el énfasis en separar el poder económico del poder político, la narrativa central de su campaña.

2. Politiza las desigualdades. Hay quien acusa a AMLO de dividir a la sociedad entre ricos y pobres, fifís y fofós. Lo que en realidad divide a nuestra sociedad son las enormes desigualdades que padecemos. Lo que hace este candidato es colocar el tema sobre la mesa. Y no sólo habla del asunto —eso hoy lo hace cualquiera— también moviliza emociones y voluntades en torno a esta cuestión.

3. Representa una oportunidad histórica para una opción de centro-izquierda. Para algunos tal vez no enarbole la opción radical que quisieran, para otros no será su sueño de “izquierda moderna”, pero Morena es hoy la izquierda posible, la que puede ganar. No habiendo gobernado a nivel nacional, como en varios países de América Latina, ¿por qué no darle una oportunidad?

4. Es auténtico y habla un lenguaje sencillo. Su personalidad puede o no gustar, pero no hay duda sobre su autenticidad. Eso lo distingue de la clase política tradicional, acostumbrada a la mala actuación y a la falsedad, tan bien representada en la sonrisa de Anaya, como lo escribí en mi última entrega (https://goo.gl/jLZDTP). Su forma de hablar —su “pobreza de lenguaje”, como algunos dicen— es una cualidad en un país en el que la tecnocracia ha expropiado el lenguaje de la política para excluir de ella al pueblo llano.

5. No teme al conflicto. A diferencia del político promedio, típicamente pusilánime, AMLO entiende que la política también es conflicto (le debo esta reflexión a Javier Tello). Esa cualidad importa porque una política que se quiere transformadora requiere administrar ciertas dosis de conflicto y disenso democrático real. Lo otro es la paz de las catacumbas, la preferida por timoratos y conservadores.

6. Su origen social. AMLO no viene de la pobreza, pero, al haber nacido en una familia de clase media baja ubicada en un pequeño pueblo sin servicios básicos, está lejos de representar el perfil de la élite que ha gobernado este país, del mirreynato y la güeritocracia. Desde luego que el origen social no garantiza una agenda a favor de los sectores marginados, pero permite representarlos simbólicamente y reivindicarlos.

7. Es disruptivo y osado en sus planteamientos y estilo personal de ejercer la autoridad. Formará el primer gabinete paritario en la historia de México, uno que incluye además a varios jóvenes y perfiles distintos a la política convencional. Haber incorporado a Tatiana Clouthier, como su coordinadora de campaña, y a Olga Sánchez Cordero, en Gobernación, son uno de sus grandes aciertos. Sus perfiles complementan a López Obrador e incorporan temas, agendas y estilos que no necesariamente caracterizan al candidato.

8. Su megalomanía. Al punto quizás de la obsesión, AMLO quiere pasar a la historia, convertirse en un estadista. Esto que a algunos escandaliza tanto (quizás porque prefieren a un gerente que a un líder) es también un sentido de grandeza. Se trata de una cualidad porque lo vacuna frente a la mediocridad generalizada y lo distingue frente a la vulgaridad de muchos políticos. A AMLO le preocupa demasiado su lugar en la historia como para darse el lujo de ser un presidente intrascendente. Dudo sinceramente que lo sea.

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El «feminismo silencioso» de Beatriz

Durante el mandato de Andrés Manuel López Orador, la oposición recurrentemente ha retratado al presidente como un macho, un machista y un hombre insensible a la agenda feminista. Crítica injusta, pues si así fueran las cosas AMLO nunca hubiera creado el primer gabinete paritario de nuestra historia ni se habría inclinado por una mujer para sucederlo.

Más aún, un hombre machista habría estado acompañado de una mujer dócil, complaciente, dedicada a sonreír en actos públicos y a hacer lo que la sociedad machista suele esperar de las mujeres: que sepan agradar y quedar bien.

Beatriz Gutiérrez Müller es todo menos eso. Es una mujer con un carácter fuerte y firme, que dice lo que piensa y siente. Así lo hace en su más reciente libro, “Feminismo Silencioso”, el cual entiende como una postura donde ellas reivindican su lugar en la sociedad, no a partir de publicitarse con grandes palabras, sino a partir de acciones concretas.

En otras ocasiones hemos hablado de los muchos paradigmas que la 4T ha venido a transformar en el plano simbólico. En torno a eso que llaman “la pareja presidencial” podemos agregar algo más que para muchos ha pasado inadvertido, pero que se evidencia en esta obra: la manera en la que se rompió con la tradición de la “primera dama”, tanto en la forma como en el fondo.

Gutiérrez Müller sostiene, con razón, que esta figura no solo tiene una carga clasista –por suponer que una mujer está por encima de las demás, por distinguirla como una “dama” sobre el resto–, sino que además representa “un anacronismo antagónico a una república democrática del siglo XXI”.

A lo largo de estos años, no cabe duda de que cambió el papel de la esposa del presidente, ese que por tradición –no porque esté plasmado en la ley, nótese— encabezaba el DIF, desempeñaba actividades filantrópicas, se ocupaba de asuntos sin importancia o, en el peor de los casos, esperaba al marido en casa.

Con Beatriz se sentó un precedente distinto, donde la esposa del presidente no tiene un rol predestinado que cumplir, y en cambio ha podido elegir libremente lo que quiere hacer, que en este caso fue priorizar su propia carrera profesional y ocuparse de su hijo.

Beatriz anticipó de esta forma, en una entrevista, su manera de ver las cosas: “Yo tenía un trabajo y consideré que no tenía por qué dejar mi trabajo para acompañar a mi esposo que cambió de trabajo”.

Lo que tuvimos, en ese sentido, fue un acto de reivindicación simbólica, donde la esposa del presidente, en vez de ser protagónica en tanto “la esposa de”, mantuvo el perfil de una profesionistaacadémica escritora, mostrándose no solo como una “ciudadana con vida propia”, sino como alguien que desde los 18 años tiene “sus propios ingresos, autonomía laboral independencia económica”.

La verdad es que, si comparamos a este personaje con la frivolidad de La Gaviota, los escándalos de Martha Sahagún, el conservadurismo de Margarita Zavala o con otras mujeres que acompañaron a nuestros presidentes, Beatriz probablemente es uno de los perfiles más interesantes que hemos tenido hasta ahora. Lo es, especialmente, por su empeño en realizarse y trascender a partir de su talento y esfuerzo.

“Todo lo que acontece en la esfera pública y me involucra se desvanecerá tan rápidamente como apareció”, sentencia Gutiérrez Müller en este libro, quien pese al lugar que ha ocupado estos años no parece haber dejado de mantener los pies en la tierra. Y es que, para ella, casarse con un gobernador, un diputado, un senador o un presidente no es ningún mérito y “tampoco es un título”. En última instancia, recuerda con razón, a ella nadie la votó.

El libro de Beatriz Gutiérrez Müller, “Feminismo Silencioso” también es una fuerte crítica a la forma en que nuestra sociedad machista concibe y trata a las mujeres en posiciones de visibilidad pública. Al respecto recuerda cómo cada vez que ella aparece en algún acto público, junto al presidente, la noticia del día siguiente tiene que ver con la manera en que iba vestida, con su peinado o su apariencia física. Eso rara vez ocurre con los hombres.

Beatriz denuncia también la indagación constante y desmedida frente a lo que hace y asegura que no pasa lo mismo con las parejas hombres de las mujeres en cargos públicos relevantes, sobre las cuales nunca vemos el mismo nivel de escrutinio. De hecho, nada sabemos de ellos, señala, e incluso es probable que a esos hombres se los celebre por hacerse cargo de sus hijos mientras la madre trabaja (cosa que jamás se le reconocerá a una mujer).

En las últimas páginas, Beatriz vaticina que seguramente el camino del esposo de la próxima presidenta será menos pedregoso que el suyo, pues no tendrá que hacer tantas aclaraciones ni le pedirán tantas explicaciones. E ironiza: “No creo que su traje de gala en la noche del 15 de septiembre acapare titulares, ni le reclamen tener su propio trabajo; antes bien, lo admirarán por su independencia laboral y su independencia económica, no subordinada a su esposa… Le irá mucho mejor que a mí. Estoy segura de ello”.

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¿Qué reforma judicial necesitamos?

Al centralizar la discusión de la reforma en la elección popular de jueces y ministros –compleja e inoperante–, estamos perdiendo la oportunidad de poner sobre la mesa las verdaderas razones por las cuales nuestra justicia no funciona. Hay muchos otros asuntos de qué hablar, algunos de los cuales reviso en mi artículo de El Universal.

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¿Votar todo 4T?

En 2018 crucé sin chistar las siglas de Morena en todas las boletas: presidente, jefa de gobierno, alcalde, senadores, diputados federales y locales. Lo mismo hice en 2021 con los tres cargos en disputa. Previo a la elección de este año, he comenzado a albergar ciertas dudas. Aquí las reflexiono en voz alta.
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¿Votar todo MORENA?

El 1 de julio de 2018 crucé sin chistar las siglas de Morena en todas las boletas: presidente, jefa de gobierno, alcalde, senadores, diputados federales y locales. Lo mismo hice en 2021 con los tres cargos en disputa.

Previo a la elección de este año, sin embargo, he comenzado a albergar ciertas dudas. Para mí, los puestos ejecutivos en disputa no pueden estar en mejores manos que las de Claudia Sheinbaum Clara Brugada, por su honestidad y capacidad, y para que la lucha contra la pobreza y la desigualdad pueda continuar y profundizarse.

Menos seguro estoy de darle a Morena y sus aliados un cheque en blanco para gobernar a su entera libertad, controlando también los órganos legislativos.

Aclaro: Soy un periodista y un analista político que simpatiza con la 4T, no un militante; desde ese lugar escribo.

Si en otros momentos de la historia votar todo por la izquierda era una suerte de deber cívico para alguien con esa posición, hoy no se puede obviar el hecho de que Morena y la 4T son el poder.

Y no es poco el que tienen: controlan ambas cámaras, 22 gobiernos estatales y 20 congresos locales, además de la Fiscalía General de la República, y buena parte de las fiscalías estatales supuestamente autónomas.

A esta altura incluso debemos admitir que el poder económico y mediático, salvo excepciones, cada vez se amalgama más en torno a Morena.

Al reconocer que la 4T hoy tiene una hegemonía en varios ámbitos, también hay que hacerse cargo de que el poder hegemónico suele engendrar una serie de vicios. El exceso de este tiene siempre un efecto embriagante, y no se puede dejar de advertir cómo en Morena, en ciertas instancias, conduce a una creciente arrogancia.

Hoy sabemos que dentro de la 4T hay mucha gente honesta y comprometida, pero también hay corruptos y deshonestos quitándole a los primeros el lugar que merecerían. En esa medida, habría que preguntarnos si no sería útil contar con más incentivos para que el partido gobernante y sus cuadros no se duerman en sus laureles y sientan que son dueños del Reino de los Cielos.

Por eso me pregunto: ¿Habrá que entregarle una mayoría a Morena en el Congreso Federal y en los locales que estarán en disputa? ¿Qué será mejor para la República en este momento?

¿Qué ayudaría más a la 4T a hacer un mejor gobierno, e incluso a entregar resultados que permitan consolidar la transformación en el tiempo? ¿Poder hacer cualquier cosa, cuando quieran y como quieran o elevar decididamente el sentido de exigencia con más controles y contrapesos?

Por un lado, no se puede obviar el hecho de que tener una mayoría en el Congreso es necesario para aprobar un presupuesto que garantice la existencia de programas sociales, entre otras cosas. También es verdad que un poder legislativo dedicado a ponerte palos en la rueda puede ser un problema serio para cualquier gobierno.

Por el otro lado, es un hecho notorio que Morena no siempre ha sabido utilizar de la mejor forma su condición mayoritaria. No puedo dejar de pensar en la tan necesaria reforma al Poder Judicial, en la necesidad de reformar —que no desaparecer— los órganos constitucionales autónomos o incluso en acotar, cuando menos, el proceso de militarización.

En temas como estos, ¿no será mejor evitar que se imponga una visión única, vertical y unilateral, y en cambio escuchar, debatir, matizar y sopesar mejor las decisiones, al tener que negociar con intereses y posturas distintas a la mayoritaria? Habría que reflexionarlo.

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