La periferia de la Ciudad de México ha sido menospreciada por décadas. Allí no solo están los peores servicios públicos, sino que se ha normalizado la fealdad en el paisaje urbano como si los pobres no tuvieran derecho a la belleza.
En Iztapalapa parte de esa historia ha empezado a ser reescrita. Pocos lo han querido ver porque estamos acostumbrados a vivir de espaldas al oriente e ignorar a la periferia, pero vale la pena darse una vuelta.
No creo exagerar al decir que hoy el rostro de esa demarcación –donde habita un tercio de los capitalinos– es hoy muy distinto. Tanto que hasta se está convirtiendo en un atractivo turístico.
Basta con subirse al cablebús que construyó el gobierno de Claudia Sheinbaum–el teleférico más grande del mundo— y contemplar desde las alturas los más de 10 mil murales y azoteas pintadas por talentosos artistas o la cantidad de caminos iluminados en una demarcación que era la más insegura de la ciudad.
El esfuerzo más importante está en la edificación de 12 grandes proyectos llamados “utopías”, promovidos por la alcaldesa Clara Brugada, que representan un cambio de paradigma. Uno donde el arte, la cultura, el deporte y la recreación –temas que suelen verse como secundarios— ocupan un lugar central.
Las utopías son una irrupción estética en el espacio público, un acto de justicia social y una forma de llevar la imaginación al poder. Son un encuentro afortunado de política pública, promovidos por un gobierno local que busca dignificar a los pobres; donde en vez de dejarles siempre lo peor, aquí el lema parece ser: “a los pobres, lo mejor”.
Las utopías son una intervención en el espacio público que permite que hoy los jóvenes iztapalapenses tengan una opción distinta que quedarse en casa frente a un televisor o atrapados en el ocio y el vicio. Que puedan ir a una pista de patinaje y practicar hockey sobre hielo, jugar al tenis o al golfito, leer en uno de los tres aviones convertidos en bibliotecas.
Que los niños puedan divertirse en una alberca de olas, ir a clases de natación en las once piscinas que se han construido y están tan limpias como en el más fifí de los clubes privados. Que disfruten de un planetario, un parque de dinosaurios y un acuario digital de alta tecnología.
Que las mujeres que son madres puedan dejar la ropa en un centro de lavado, donde lavarla y secarla les cuesta tan solo un peso, dejar a sus hijos encargados un par de horas de forma gratuita, e irse a un spa a hacerse un masaje sin costo alguno. ¿Y por qué no? ¿Acaso solo los ricos tienen derecho a todo eso?
Después de haber dedicado un día entero a recorrer esos sitios, no pude sino preguntarme: ¿de dónde salió el dinero para financiar algo así?
Al parecer, la clave radica en renunciar a la idea de que el mejor Estado es el Estado mínimo para que los gobiernos locales construyan sus propias capacidades.
El modelo consiste en proveer servicios públicos directamente (alumbrado, bacheo, balizamiento, pintura, poda, etc.), en lugar de contratar empresas que brindan esos servicios por un valor altísimo, y así liberar cuantiosos recursos.
Ese modo iztapalapense de gobernar —que pone a Clara Brugada como una seria competidora a la jefatura de gobierno— merece ser estudiado.
La izquierda no debe conformarse con administrar como los demás, ni simplemente gestionar las crisis. Debe inventar nuevas formas de gobernar. En Iztapalapa hay una que vale la pena conocer y, en una de esas, replicar en el resto de la ciudad.