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La reforma judicial: Oportunidad perdida

Para un gobierno como el de la 4T, que se plantea la separación del poder económico del poder político, es fundamental contar con un sistema de justicia independiente de los grupos económicos y de interés, pero también de la política partidista.

El hecho de que jueces, magistrados y ministros de la Corte lleguen a sus puestos por voto popular —como propone la iniciativa presidencial presentada el 5 de febrero— no ayudaría a resolver estos y otros problemas de nuestro sistema de justicia.

Ni la lentitud de los procesos, ni la ineficacia, ni el nepotismo ni la corrupción necesariamente se solucionarían por la vía del voto universal de los jueces. Mucho menos serviría para evitar la injerencia de políticos y grupos económicos que en nuestro país han sido parte del negocio de la justicia.

El que para ser magistrado o ministro de la Corte sea necesario hacer una campaña electoral (en lugar de ascender a través de una carrera judicial basada en el mérito y la trayectoria, como debiera ser) obligaría a los aspirantes a conseguir el apoyo de ciertos políticos y amarrar financiamientos de intereses inconfesables. ¿Acaso no llegarían esos jueces a pagar favores, más que a impartir justicia?

El Presidente de la República sabe que esa reforma no va a pasar. Sospecho que ni él está convencido. La propuesta pareciera una jugada más para provocar a sus adversarios y a polarizar en tiempos de campaña. Es una pena que sea así porque nuestro sistema de justicia merece una reforma a fondo y en serio.

La gran omisión es olvidarse de la justicia local, la más cercana a la gente y también la más deficiente. Un gobierno que se dice de izquierda no puede olvidar el hecho de que, en nuestro México, el acceso a la justicia está prácticamente vedado para el pueblo llano y “no puede haber justicia social sin justicia a secas”.

Hay en la iniciativa presidencial un planteamiento correcto: separar el Consejo de la Judicatura de la Suprema Corte. Desde la creación del primero como órgano de administración y vigilancia de las acciones de los jueces, el CJF ha estado presidido al presidente de la Suprema Corte, y subordinado a ella.

Como bien señala la iniciativa, eso “alienta la opacidad y la complicidad entre sus miembros por tratarse de una institución que actúa como juez y parte, e incluso por consigna”. En esa lógica, el presidente de la Corte tiene un amplio poder para nombrar, remover o mandar línea sobre los jueces.

Todo eso es tan cierto como el hecho de que, cuando Arturo Zaldívar presidía la Suprema Corte esto no pareció ser un problema, menos para él.

Hoy se plantea sustituir el Consejo de la Judicatura por un consejo de administración y un Tribunal de Disciplina Judicial.

Bienvenido esto último si de lo que se trata es tener un mecanismo para revisar con lupa la actuación de los jueces y poder realmente sancionar conductas de corrupción.

Mal augurio, sin embargo, si de lo que se trata es de contar con un instrumento de presión política para que los jueces se subordinen a intereses partidistas. Esto podría ocurrir si al organismo se le dieran facultades para sancionar a los jueces que incurran en “actos u omisiones contrarias al interés público”, como se propone.

Hay líneas rojas que no deben cruzarse, especialmente porque el diseño institucional que hoy se impulse para asegurar una agenda transformadora, mañana podría ser empleado por los adversarios para promover una agenda regresiva y conservadora.

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Las reformas del presidente a debate

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Lo bueno y lo malo en las reformas de AMLO

La prensa ha interpretado el anuncio de las 18 reformas constitucionales (y dos legales) del presidente López Obrador como un cálculo electoral.

Ciertamente, hay un juego político de cara a la elección de este año, donde el presidente será un actor central hasta el último día de su mandato. La reforma al sistema de pensiones —donde se propone algo tan inviable como el que los trabajadores se retiren con el 100% de su salario— es solo una de las iniciativas que se inscriben en ese sentido. Aun así, el paquete propuesto por AMLO debe leerse al menos en tres niveles:

1. El primero y más importante —que poco anticiparon los medios— tiene que ver con blindar su legado y evitar retrocesos en futuros gobiernos. Buena parte de las reformas presentadas buscan llevar a la Constitución los principales avances de su gobierno en materia social para que estos sean considerados como derechos.

Así, por ejemplo, si ya era un derecho universal la pensión para adultos mayores (plasmado en el artículo cuarto por una reforma propuesta por esta administración), ahora también lo serán las becas Benito Juárez a estudiantes de escasos recursos, y el sentido de programas como Sembrando Vida, Jóvenes Construyendo el Futuro o Producción para el Bienestar

Incluso en materia de salario mínimo —donde este gobierno ha desplegado una política de aumentos significativos para recuperar su valor real— ahora se plantea algo bastante sensato, e incluso justo: la prohibición de fijarlo por debajo de la inflación. De esta manera, se evitaría que el salario mínimo vuelva a perder poder adquisitivo, como lo hizo durante cuarenta años.

En otro orden, si a golpe de decretos se prohibió el maíz transgénico, y establecieron medidas de austeridad, ahora todo esto tendrá fuerza de ley, en este último caso a través de una Ley General aplicable a todos los poderes y autoridades del Estado.

Incluso si este gobierno, como política, dejó de otorgar concesiones para la minería a cielo abierto, ahora se avanza en su prohibición, junto con otra práctica igualmente dañina al medio ambiente como es el fracking. Todo esto es digno de celebrarse.

Menos alentador es que López Obrador haya incluido dos reformas que refuerzan el decadente enfoque prohibicionista de las drogas, como es la prohibición del consumo de fentanilo y la venta de vapeadores.

2. El segundo nivel de su paquete de reformas tiene que ver con revivir batallas del presidente con otros poderes y órganos del Estado, algunas con razón, otras por mera obcecación.

Para bien, AMLO reflota asuntos que ya habían estado en la agenda y que lamentablemente el Congreso rechazó, como el insistir en reducir el financiamiento a los partidos políticos a la mitad, o adelgazar las estructuras burocráticas de las instituciones electorales, cosa que debe hacerse, pero con cuidado.

Para mal, se reviven algunas batallas hasta ahora perdidas, como la adscripción de la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa Nacional, y se plantea —a rajatabla y con un simplismo que impide una discusión racional— la desaparición de 18 órganos autónomos, incluidos algunos relevantes y socialmente útiles como el Coneval, que dista de ser institución “neoliberal”.

Surgen dentro de las propuestas, también, algunas que parecen emanar de la necedad presidencial, como la desaparición de los plurinominales, y otras probablemente demagógicas, como la elección popular de ministros, magistrados, jueces y hasta consejeros del INE.

Por último, hay un tercer nivel en las iniciativas del presidente que podría leerse como un reconocimiento implícito —silencioso quizás— de lo que debió hacerse y no se hizo.

Un ejemplo de ello es la reforma del poder judicial. Si bien hay elementos de la propuesta difíciles de compartir, al menos uno debió ser parte de la reforma que Arturo Zaldívar no entregó en su momento, porque no quería renunciar a su propio poder. Tal es el caso de la separación de la presidencia de la Corte y del Consejo de la Judicatura, que hoy recae en una sola persona.

En esa línea, la sustitución del Consejo de la Judicatura Federal por un órgano de administración judicial y un Tribunal de Disciplina Judicial, independiente de la Corte, podría permitir —si se encauza adecuadamente— desplegar una estrategia para limpiar de corrupción nuestro putrefacto Poder Judicial. Sobre esto escribiré próximamente.