A algunos militantes del claudismo les ha resultado ofensiva la afirmación que hice en mi última entrega, donde señalo que Sheinbaum no es una figura especialmente carismática. No faltó, incluso, quien viera una motivación misógina y hasta violencia de género.
Me explico.
El carisma, como lo definió el sociólogo alemán, Max Weber, es una suerte de don de origen divino, donde los seguidores de un líder atribuyen su autoridad a cualidades sobrenaturales o sobrehumanas ajenas a las personas comunes.
Entre el líder carismático y sus seguidores normalmente se establece un vínculo bastante más emocional que racional. Liderazgos de este tipo no aparecen todos los días. Los líderes carismáticos son insustituibles y su liderazgo no es ni puede ser hereditario, en gran parte porque mientras están vigentes no admiten rival.
De ahí que el tema de la sucesión de los liderazgos carismáticos sea problemático. Existen casos donde una autoridad de ese tipo se hereda (Kim II-sung transmitió el poder a Kim Jong II, en Korea del Norte), aunque por lo general tal empresa suele ser infructuosa. Por lo demás, las segundas partes nunca son buenas, mucho menos si son malas imitaciones, como muestra el ejemplo de Nicolás Maduro.
Para Weber existen otras dos formas de autoridad, más allá de la carismática: una es la tradicional; otra es la racional.
Más que buscar su legitimidad apelando a la fuerza de su personalidad o forzar algo que no se le da naturalmente, la gran aportación de Sheinbaum puede radicar en su capacidad de gestión y de abrazar una mayor racionalidad en sus decisiones. Decir eso está en las antípodas de la misoginia.
Los liderazgos carismáticos tienen ventajas y desventajas. Entre las primeras está la capacidad de inspirar, de establecer un fuerte vínculo con sus seguidores y representar en la arena pública sus agravios y preocupaciones.
Pero los liderazgos carismáticos también son un problema cuando llevan a los políticos a la arrogancia o su empuje se convierte en terquedad, cuando dejan de escuchar, cuando llegan a sentir que pueden hacer y decir cualquier cosa, tomar decisiones caprichosas, poco pensadas o escasamente ponderadas.
En momentos clave de la historia líderes carismáticos han jugado roles fundamentales. Sería difícil imaginar la Francia de la resistencia sin Charles de Gaulle o al Reino Unido de la Segunda Guerra sin la impronta de Winston Churchill. De la misma forma, se antoja imposible concebir procesos de transformación como la revolución Ciudadana en Ecuador, sin Rafael Correa, o una 4T sin López Obrador.
Durante estos cinco años, en México se han sacudido cimientos y se han puesto algunas bases importantes para lo que sigue. La reducción de la pobreza es notable, gracias a los programas sociales y los incrementos en el salario mínimo. Pero lo que ha de venir es distinto: un proceso donde un liderazgo racional sea capaz de dar resultados más efectivos y palpables en ámbitos tan relevantes, como la salud y la educación, donde la 4T se quedó corta.
En esa tarea, Sheinbaum no podrá apelar a la simple fuerza de su personalidad, mucho menos a su origen social o a su apelo popular, como AMLO. Tendrá que hacer lo que puede y sabe hacer mejor: estudiar, gobernar con eficiencia y eficacia, rodearse de gente capaz y tomar decisiones más y mejor pensadas; dejar de abrir tantos frentes de conflicto y hacer una mejor administración.