El 22 de julio, Dora María Echeverría, una mujer de escasos recursos en Veracruz, recibió desde Mérida una llamada alarmante de su hijo de 23 años, José Eduardo Ravelo, quien había marchado a esa ciudad cuatro meses atrás.
En la capital de un estado supuestamente seguro, la policía municipal lo había detenido con el argumento de que parecía “sospechoso”. Las razones —hoy lo sabemos— no fueron otras que su apariencia física y su manera de andar… homofobia pura.
El joven, que se dirigía a una entrevista de trabajo, se veía tan indefenso que seguramente a la tira le pareció fácil levantarlo.