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Gobernar como si no hubiera un mañana

Esa tendencia a gobernar como si el poder fuera eterno, a modificar leyes y reformar instituciones simplemente porque puedes o porque hoy te conviene; a actuar como si no hubiera un mañana.

Todo eso es especialmente frecuente en países donde la visión de Estado está ausente, donde todo se juega en un péndulo en el que siempre llegará un nuevo gobernante a hacer exactamente lo contrario que el anterior.

Cuando el PRI y el PAN eran mayoría, por ejemplo, establecieron las fórmulas que permiten a la principal fuerza política acceder a una sobrerrepresentación, por encima del voto que los ciudadanos le confieren en las urnas.

¿Acaso el PRI no hacía la misma jugarreta que hace hoy Morena de postular candidatos vía el Partido Verde para obtener más diputados?

Claro, los hoy opositores nunca pensaron que llegaría el momento en que López Obrador conseguiría formar un movimiento político que, a través de las mismas reglas y estrategias con las que ellos se beneficiaron en el pasado, hoy se ven aun más favorecidos.

Algo parecido está ocurriendo con esta reforma judicial: La 4T promueve un incierto mecanismo de elección popular de ministros, magistrados y jueces para modificar el perfil de un poder conservador que pone palos en la rueda de la transformación.

A lo que se aspira, en esa lógica, es a sustituir a una serie de juzgadores que se dedican a invalidar iniciativas de ley propuestas por el Ejecutivo por otros más socialmente sensibles o con una visión del país más acorde a los nuevos tiempos.

Y como vivimos un “momento progresista” se piensa que el pueblo votará por jueces comprometidos en que la transformación avance. Al final, muchos de los que llegarán —la mayoría— será por el impulso que reciban desde el Poder Ejecutivo o desde un Legislativo dominado por Morena y aliados.

Pero, ¿qué pasará cuando el péndulo gire hacia el lado opuesto del que hoy está? ¿Qué ocurriría, por ejemplo, si una rancia ultraderecha estilo Milei, Bolsonaro o Bukele nos llega a gobernar, y con ella un movimiento conservador, con capacidad de movilización social y que pueda promover a sus propios jueces?

¿Y qué ocurrirá cuando esos jueces lleguen a quitarle trabas al Ejecutivo en turno y empiecen, por ejemplo, a recortar derechos humanos, a hacer retroceder el Estado laico o a conculcar a las mujeres o a las personas de la diversidad sexual algunas de las conquistas más importantes que han obtenido?

¿Acaso los defensores de la izquierda no saldremos a reclamar la autonomía y la independencia del Poder Judicial?

A menos que uno piense que ha llegado al poder para nunca irse de él —cual Corea del Norte o Arabia Saudita—, tomar decisiones como si uno fuera a gobernar para siempre no es la mejor idea.

La corrupción en el poder judicial no parece haber sido la principal motivación para impulsar la reforma judicial. Si así fuera, personajes como Arturo Zaldívar o Carlos Alpízar no hubieran manejado el Poder Judicial durante estos años, con apoyo de las más altas esferas del poder y traficando con todo tipo de influencias.

A mis manos acaba de llegar una fotografía de Alpízar —operador de Julio Scherer— sentado en una mesa del restaurante Loma Linda, rodeado de directivos y socios de El Heraldo. Según mi fuente, esto fue poco antes de que les hicieran un presunto favor en el Poder Judicial. El hecho consta en la denuncia anónima presentada ante la Judicatura en abril de este año.

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El poder del dinero en la elección de jueces

La legislación mexicana establece límites al financiamiento privado de los partidos políticos. Sabemos, sin embargo, que esa legislación es un chiste: en todos los comicios vemos candidatos de cualquier sigla que rebasan por mucho los topes establecidos.

Se ha vuelto una práctica común violar la normatividad electoral y más tarde pagar las sanciones correspondientes. Casi se podría decir que los partidos guardan una porción de sus recursos para hacer frente a las multas que deberán pagar.

Un fuerte indicio del flujo de dinero ilegal durante las campañas es el aumento del circulante en periodos electorales. En 2018, entre febrero y marzo, hubo un incremento de 43 mil millones de pesos en efectivo en relación con años anteriores (datos de Banxico).

Durante el proceso interno de Morena fuimos testigos de la forma en la que las corcholatas gastaron ingentes cantidades de dinero en publicidad. Bastaba con salir a la calle para darse cuenta que casi todos utilizaron mucho más que esos 5 millones de pesos que el partido les dio a cada uno.

El financiamiento ilegal siempre ha estado ahí, nunca se ha podido evitar. En el mejor de los casos, la autoridad electoral aplica una sanción económica que, a juzgar por los resultados, los partidos están dispuestos a pagar sin que les genere mayor problema.

La iniciativa de reforma al Poder Judicial prohíbe la participación de partidos políticos y la propaganda en las elecciones a juecesmagistrados ministros. En teoría, la campaña consistirá en debates organizados por el INE y en espacios que los medios de comunicación habiliten para que las personas juzgadoras expongan sus ideas. En esa lógica no se contempla financiamiento alguno para los candidatos, ni público ni privado.

Pero eso solo es en teoría. No tardarán en aparecer los espectaculares de la revista patito que traerá en portada al candidato Chuchito Pérez que quiere ser ministro de la Corte o magistrado de circuito. ¿De dónde saldrá el dinero para eso? ¿Cómo se pagarán los viajes que los candidatos hagan por distintas ciudades del país y todos esos gastos que implica hacer una campaña?

Podemos establecer prohibiciones y tener una legislación estilo Dinamarca, como tanto nos gusta hacer en México. ¿Pero qué nos hace pensar que esta vez las reglas se respetarán y podremos hacer que se cumplan?

El caso estadounidense nos puede servir para calcular lo que puede pasar en nuestro país. Diversos estudios muestran cómo las contribuciones a las campañas predisponen a los jueces a resolver casos a favor de sus donantes (que en México serían donantes ilegales).

En Estados Unidos se ha observado una tendencia creciente de los gastos de campaña en las elecciones para jueces y está comprobado que los grupos de interés aportan frecuentemente recursos a sus candidatos predilectos.

Un caso que llama la atención es el del Comité de Acción Política por la Justicia Judicial en Texas el cual aportó 4.5 millones de dólares. Esta organización fue financiada por empresas del ramo petrolero. Una de estas es la empresa Apache, que donó 250 mil dólares, justo cuando enfrentaba una sentencia condenatoria por 900 mil dólares debido a discriminación laboral. En primera instancia, la Corte Suprema de Texas se había negado a atender la apelación de la empresa Apache, pero finalmente, tras el donativo, desestimó la decisión del jurado. Los 900 mil dólares que hubieran tenido que pagar recompensaron con creces los 250 mil que donaron.

Una encuesta nacional del Centro Brennan señala que en Estados Unidos la gran mayoría de la gente considera que el financiamiento de las campañas influye en las decisiones judiciales de los jueces: 59% considera que influye mucho, 28% que influye algo, 8% que influye poco y solamente 2% que no influye nada.

Evidentemente, lo que ocurre en el Poder Judicial es de enorme interés para los poderes económicos que ya inciden en distintos niveles de la justicia. Al elegir a las personas juzgadores por voto popular, corremos el riesgo de que se replique el financiamiento ilegal que ya impera en las campañas electorales normales.

Si vamos a continuar por este camino, como todo parece indicar, será de suma importancia crear en la legislación secundaria instrumentos reales de sanción que eviten que quienes aspiren a algún cargo en el Poder Judicial no reciban cualquier tipo de financiamiento, para así evitar que lleguen a sus puestos con una carga de favores que pagar.

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El «feminismo silencioso» de Beatriz

Durante el mandato de Andrés Manuel López Orador, la oposición recurrentemente ha retratado al presidente como un macho, un machista y un hombre insensible a la agenda feminista. Crítica injusta, pues si así fueran las cosas AMLO nunca hubiera creado el primer gabinete paritario de nuestra historia ni se habría inclinado por una mujer para sucederlo.

Más aún, un hombre machista habría estado acompañado de una mujer dócil, complaciente, dedicada a sonreír en actos públicos y a hacer lo que la sociedad machista suele esperar de las mujeres: que sepan agradar y quedar bien.

Beatriz Gutiérrez Müller es todo menos eso. Es una mujer con un carácter fuerte y firme, que dice lo que piensa y siente. Así lo hace en su más reciente libro, “Feminismo Silencioso”, el cual entiende como una postura donde ellas reivindican su lugar en la sociedad, no a partir de publicitarse con grandes palabras, sino a partir de acciones concretas.

En otras ocasiones hemos hablado de los muchos paradigmas que la 4T ha venido a transformar en el plano simbólico. En torno a eso que llaman “la pareja presidencial” podemos agregar algo más que para muchos ha pasado inadvertido, pero que se evidencia en esta obra: la manera en la que se rompió con la tradición de la “primera dama”, tanto en la forma como en el fondo.

Gutiérrez Müller sostiene, con razón, que esta figura no solo tiene una carga clasista –por suponer que una mujer está por encima de las demás, por distinguirla como una “dama” sobre el resto–, sino que además representa “un anacronismo antagónico a una república democrática del siglo XXI”.

A lo largo de estos años, no cabe duda de que cambió el papel de la esposa del presidente, ese que por tradición –no porque esté plasmado en la ley, nótese— encabezaba el DIF, desempeñaba actividades filantrópicas, se ocupaba de asuntos sin importancia o, en el peor de los casos, esperaba al marido en casa.

Con Beatriz se sentó un precedente distinto, donde la esposa del presidente no tiene un rol predestinado que cumplir, y en cambio ha podido elegir libremente lo que quiere hacer, que en este caso fue priorizar su propia carrera profesional y ocuparse de su hijo.

Beatriz anticipó de esta forma, en una entrevista, su manera de ver las cosas: “Yo tenía un trabajo y consideré que no tenía por qué dejar mi trabajo para acompañar a mi esposo que cambió de trabajo”.

Lo que tuvimos, en ese sentido, fue un acto de reivindicación simbólica, donde la esposa del presidente, en vez de ser protagónica en tanto “la esposa de”, mantuvo el perfil de una profesionistaacadémica escritora, mostrándose no solo como una “ciudadana con vida propia”, sino como alguien que desde los 18 años tiene “sus propios ingresos, autonomía laboral independencia económica”.

La verdad es que, si comparamos a este personaje con la frivolidad de La Gaviota, los escándalos de Martha Sahagún, el conservadurismo de Margarita Zavala o con otras mujeres que acompañaron a nuestros presidentes, Beatriz probablemente es uno de los perfiles más interesantes que hemos tenido hasta ahora. Lo es, especialmente, por su empeño en realizarse y trascender a partir de su talento y esfuerzo.

“Todo lo que acontece en la esfera pública y me involucra se desvanecerá tan rápidamente como apareció”, sentencia Gutiérrez Müller en este libro, quien pese al lugar que ha ocupado estos años no parece haber dejado de mantener los pies en la tierra. Y es que, para ella, casarse con un gobernador, un diputado, un senador o un presidente no es ningún mérito y “tampoco es un título”. En última instancia, recuerda con razón, a ella nadie la votó.

El libro de Beatriz Gutiérrez Müller, “Feminismo Silencioso” también es una fuerte crítica a la forma en que nuestra sociedad machista concibe y trata a las mujeres en posiciones de visibilidad pública. Al respecto recuerda cómo cada vez que ella aparece en algún acto público, junto al presidente, la noticia del día siguiente tiene que ver con la manera en que iba vestida, con su peinado o su apariencia física. Eso rara vez ocurre con los hombres.

Beatriz denuncia también la indagación constante y desmedida frente a lo que hace y asegura que no pasa lo mismo con las parejas hombres de las mujeres en cargos públicos relevantes, sobre las cuales nunca vemos el mismo nivel de escrutinio. De hecho, nada sabemos de ellos, señala, e incluso es probable que a esos hombres se los celebre por hacerse cargo de sus hijos mientras la madre trabaja (cosa que jamás se le reconocerá a una mujer).

En las últimas páginas, Beatriz vaticina que seguramente el camino del esposo de la próxima presidenta será menos pedregoso que el suyo, pues no tendrá que hacer tantas aclaraciones ni le pedirán tantas explicaciones. E ironiza: “No creo que su traje de gala en la noche del 15 de septiembre acapare titulares, ni le reclamen tener su propio trabajo; antes bien, lo admirarán por su independencia laboral y su independencia económica, no subordinada a su esposa… Le irá mucho mejor que a mí. Estoy segura de ello”.

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El reto de Kamala

Si apenas la semana pasada la victoria de Donald Trump parecía algo inevitable, el anuncio de la candidatura de Kamala Harris introduce un elemento de incertidumbre, sano y esperanzador, en la contienda por la presidencia de los Estados Unidos. Con una rival mujer, más joven que él, el expresidente ya no tendrá las cosas tan fáciles.

Si el candidato republicano venía con una tendencia a la alza, no era tanto por méritos propios como por la decadencia que fue atravesando Joe Biden, cuya popularidad en el mes de junio se desplomó del 61% al 39%.

Hasta ahora, la carrera presidencial había girado en torno a los cuestionamientos sobre la capacidad de Joe Biden para estar al frente de la Oficina Oval por un periodo más. Ahora, la contienda tendrá que ser un contraste entre dos proyectos.

Kamala es una candidata más atractiva que Biden. Mientras este último tiene más años en la actividad política que la edad de dos tercios de los norteamericanos vivos, ella proyecta frescura y más capacidad de conectar con las generaciones jóvenes, además de con las mujeres, los afroamericanos y los hispanos.

En más de un sentido, Kamala representa un perfil más progresista y menos moderado que el de Biden. Su trayectoria avala un compromiso con el cambio climático. Cuando fue fiscal en California tuvo el mérito de enfrentar a compañías petroleras para frenar la contaminación y se ha posicionado en contra del fracking.

Como precandidata presidencial, en 2020, abogó por ampliar la cobertura sanitaria, para lo que propuso solventar la carga presupuestal gravando las operaciones de Wall Street. También propuso elevar el ISR de las empresas al 35%, luego de que las reformas de Trump lo bajaran a 21%. Como dato interesante, la propuesta de Biden entonces era un punto medio: 28%.

Hasta ahora, el de Kamala ha sido un un perfil más interesante para el progresismo intelectual que para sectores populares con menor nivel educativo. Sus posibilidades, por tanto, dependerán de su capacidad para disputar el discurso a través del cual Trump interpela a a un importante sector de la clase trabajadora.

El reto, en gran medida, está en articular una buena propuesta para los sectores populares, y evitar que su campaña se base solamente en una plataforma progresista enfocada en las batallas del cambio generacional y los temas de género, incluso una campaña que sea tildada frívola, banal o o excesivamente woke.

Kamala tendrá que ser capaz de convocar a quienes se oponen a Trump, pero por desencanto no han salido a apoyar firmemente a los demócratas. Esto es clave si consideramos que la política estadounidense está hoy marcada por la desconfianza de la sociedad frente a la política y los políticos. No olvidemos que, tanto en el caso de Kamala, como en el de Trump, sus negativos son más altos sus positivos, siendo 50.4 en el primer caso y 53.7% en el segundo.

Kamala Harris y quienes la apoyan, tienen ahora poco menos de cuatro meses para construir una plataforma que venza a Trump. Si lo logran, el mundo entero se los agradecerá.

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¿Qué reforma judicial necesitamos?

Al centralizar la discusión de la reforma en la elección popular de jueces y ministros –compleja e inoperante–, estamos perdiendo la oportunidad de poner sobre la mesa las verdaderas razones por las cuales nuestra justicia no funciona. Hay muchos otros asuntos de qué hablar, algunos de los cuales reviso en mi artículo de El Universal.

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El atentado que catapulta a Trump

El atentado que presenciamos este fin de semana en contra de Donald Trump es una muestra de la violencia política y polarización extrema que se ha apoderado de un sector de la sociedad estadounidense.

Para muestra, una encuesta de Marist Poll de mayo de este año muestra que el 47% de los estadounidenses considera probable vivir lo suficiente para presenciar una nueva guerra civil.

Para calcular el grado en que ha escalado la tentativa de violencia en Estados Unidos, hay que recordar que tan solo en 2023 la Policía del Capitolio investigó 8,008 casos de amenazas que involucraban a miembros del Congreso.

Otro dato que contribuye a comprender esta situación es el hallazgo de un estudio de Injury Empidemiology publicado en mayo acerca de la evolución del apoyo social a la violencia, donde se encontró que 21% de los estadounidenes cree que la violencia está justificada siempre y cuando se emplee para promover un objetivo político importante. Al mismo tiempo, 11% cree que la violencia “a veces” o “siempre” se justificaría si en el contexto actual se empleara para devolver a Trump a la presidencia.

Es cierto, estamos ante una minoría. De hecho, el gran problema hoy en EU es que el 51% de las personas no se identifican con ninguno de los partidos. Lo que sugiere que el gran tema de la sociedad norteamericana es la apatía o el desinterés frente a la política y los políticos, al mismo tiempo que la radicalización de ciertas minorías que tienen secuestrada la política, y ahuyentan al resto de querer participar en ella.

Con los sucesos de este fin de semana Trump está en mayores posibilidades de ganar la elección de lo que ya estaba. Así lo sugiere la experiencia histórica, pues atentados de esta naturaleza benefician políticamente a las víctimas, quienes suelen saber capitalizarlos en su beneficio.

Así ocurrió con Ronald Reagan cuando sufrió un atentado 70 días después de iniciar su presidencia, cosa que le significó un aumento en su popularidad de 8% y, según algunos analistas, incluso le ayudó a asegurar su segundo mandato, cosa difícil de comprobar.

Según el portal Metaculus, antes del atentado, las casas de apuestas le daban a Trump 57% de probabilidades de ganar y las predicciones rondaban en un 65%. Después del ataque, estos números subieron a 63% y 72%, respectivamente.

Al mismo tiempo, en cuestión de horas luego del atentado, los pronosticadores de Metaclus bajaron la probabilidad de una victoria de Biden del 47 al 20%. En otras palabras, el republicano nunca había sido tan favorito, ni siquiera antes de ganar en 2016.

Desde luego esto le resta importancia a la cuestión demócrata. Si antes del atentado el centro de la discusión era si Biden debía ser el candidato demócrata ahora esa variable dejó de tener sentido. Pues claramente Trump se ha afianzado como el claro favorito a ganar las elecciones presidenciales de Estados Unidos.

Y es que incluso toda la escena da mucho que explotar políticamente. La secuencia de fotos que muestran cómo salvó por poco su vida, incluso los reflejos políticos del republicano para tras el ataque levantar el puño con la bandera de fondo y gritar “fight, fight, fight!” son tan cinematográficas que parecieran hechas a la medida del pueblo norteamericano.

A menos que pase algo extraordinario, Trump será el próximo presidente del país más poderoso del mundo. Esto tendrá múltiples consecuencias para México y para el mundo.

Una de las muchas incógnitas que nos deja este episodio es si se reabrirá en Estados Unidos la discusión acerca de la viabilidad de su política hacia las armas, sobre todo ahora que la clase política ha salido afectada. Sería el mejor legado para ese país y para el mundo, y por supuesto para México, del atentado en contra de Trump.

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La Visita Incómoda

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